Cine en relación al cine
“Los pintores jamás sabemos lo que decimos. Porque lo que decimos es una relación de forma, espacio, materia y color…”, reconoce Carlos Gorriarena a un grupo de hombres desocupados que lo escucha, acaso, esperando una revelación que no habrá de salir de la boca del artista. La escena transcurre durante Gorri, la última película de Carmen Guarini, que participó de la Competencia Argentina del Bafici 2010. La escena —ésa mejor que ninguna otra—, podría ser la representación de cómo, bajo qué punto de vista, en vista de qué expectativa, hace películas Carmen Guarini. ¿Y esto por qué?
Primero, porque Gorri —con Guarini detrás— discute la designación de “documental”: a quien la mire esperando noticias del pintor argentino llamado Carlos Gorriarena, que vivió entre 1925 y 2007, más le vale visitar su página (http://gorriarena.com.ar/) y buscar allí los pormenores profesionales, familiares, artísticos. Lo que Gorri-Guarini proponen es otra cosa: “una relación de forma, espacio, materia y color” entre la vida y la obra de un artista plástico y la cámara en obra de una cineasta (¿una artista de la imagen-tiempo?). Así es como Gorri se decide a cabalgar en la reflexión sobre la obra de Gorriarena, desparramada en el filme según diferentes pareceres y amorosas intensidades. Amigos, discípulos, las mujeres de la familia, los hijos, recomiendan eventos, más o menos íntimos, más o menos datados, acerca de la yuxtaposición del color, de la exageración de las formas hasta el derramamiento de lo razonable, de la ocupación despiadada del espacio (un gesto que Guarini replica más de una vez), de la fundación de una materia otra: ni arte ni política. En cambio, lo que muestra Gorri es la secuencia de un hombre envuelto en una existencia tanto voluntaria como tanto más azarosa. Y mientras Gorri exhibe aquellas conjeturas y estas andanzas módicas, va anotando la relación de su materia prima (el cine) con la vida y con el arte, sobre todo, con una particular relación entre la vida y el arte que se llamó Carlos Gorriarena.
En segundo término, Gorri explota en cada uno de sus encuadres desperdigando un surtido precioso de asuntos: las zonas lúcidas de un artista, el otro lado de su conciencia, la desmitificación del proceso creativo, el dinero, la ética y el valor estético, el arte como posibilidad de diálogo entre clases sociales, el arte como el revés de la política, la crítica, el amor… La ocurrencia no debería sorprender: hace muchas películas que Guarini pone a levar el registro directo en la mesa de edición. Allí, montaje y puesta en escena intercambian fermentos hasta enredarse uno con la otra.
Valiéndose de materiales dispares y de la coartada del cine documental, Guarini reanima en Gorri el inventario agotado de las imágenes biográficas: se trata (como en todas sus películas hasta ahora) de reconvenir la lógica de la crónica, por lo tanto, de reformatear al espectador, desorientando sus reacciones culturales más primitivas. En este sentido, Carmen Guarini y Gorri, se alejan del realismo periodístico, del espectáculo visual y de la economía de la emoción.
De alguna manera extraña y casi imperceptible, Gorri se vuelve documental al cumplir, al pie de la letra, la prescripción del propio Gorriarena cuando afirma: “La obra no se la termina. Se la abandona. Es la única forma de seguir queriendo a una amante…”.
Mayo, 2010
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Por Sebastian Russo
Herencia(s)
Gorri es, además del apócope del artista plástico Carlos Gorriarena, el signo de una intimidad, de un afecto, de una estima pública por una figura incisiva, incidente, clave. Es, claro, también, una película, la última de la documentalista argentina Carmen Guarini. Y su apuesta/propuesta no se limita, como podría sugerir su actitud observacional, a “mostrar” al personaje, su obra, su entorno, su herencia. No. Su cámara, sus imágenes, construyen tiempo: un tiempo expresado en el ímpetu trágico -insatisfecho- por intentar llenar esa ausencia (la de Gorriarena, muerto en el 2007) con palabras. Y las imágenes como vínculo, como engarce, como huella, entre ese vacío y la necesidad de su envés. La cautela respetuosa y sigilosa de una cámara que avanza sobre esas imposibilidades, construyendo un letargo, el que acompaña a toda desaparición física, en este caso suplida, además -como se puede-, con ese “suplemento de vida”, que es la obra.
He ahí otra capa (quizás la misma, como síntoma, como reverso trágico): “toda imagen es un mito que comienza”, dice Adolfo Colombres, y en Gorri se presumen retazos, huellas de ese amanecer mítico. Un florecimiento que así todo (y como no podría ser de otro modo) está en disputa. Las interpretaciones, es decir, los diversos desentrañamientos de los signos que nos rodean y constituyen, se dan, en tanto disputa. Y es que aquello que llamamos cultura es, de hecho, esa urdimbre donde la batalla por la interpretación (la fidedigna, la legítima) se lleva a cabo. Y ante la muerte de Gorriarena, lo que recomienza es esa disputa. Por el recuerdo, los objetos, la figura (el hombre, el artista), la leyenda (en construcción) ¿Qué dice la obra de un autor? ¿Cuál fue el motivo, el interés del artista? Y las palabras siempre resultan escasas. En Gorri este movimiento fallido (pero inevitable) se expresa en toda su amabilidad, en toda su imposibilidad, en toda su aturdida vitalidad.
¿Qué mostrar? ¿Cómo mostrar? ¿Cuánto? ¿Por qué? Preguntas que tácita y explícitamente se hacen, y con motivaciones dispares, tanto la directora, como Sylvia Vesco (su mujer), los distintos especialistas, los amigos de Gorriarena, ante la exhibición que se realizará sobre su obra -excusa/motor de la película- Preguntas que así mismo exceden a esta muestra, a este artista, y se vuelven preguntas sobre el arte, ante el arte. Sobre la(s) herencia(s), y ante la idealización, la fetichización. La herencia no solo dineraria (pero también), sino ideológica, formal: el dilema de heredar (la sociedad) esos objetos, que hablan, laten, pero que siempre están prestos a procesos de musealización (previa extracción del mundo, vía su idealización) Y ahí el trabajo de Guarini vuelve a mostrarse bálsamo ante estos riesgos: lo oímos al propio Gorri, lo oímos y vemos, lo sentimos. Su presencia -su estar ahí- corroe toda posibilidad de desactivación de la potencia de su obra. Su excelsa vitalidad, su profunda y simple agudeza, su tórrido achaque contra correcciones formales (ideológicas, políticas, estéticas), hacen que el discurso institucionalizado (institucionalizante), también -siempre- presente, se muestre inocuo, absurdo, letra muerta. (Publicado en Revista digital "Tierra en Trance - Reflexiones sobre cine latinoamericano")